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Ponte guapa sin traicionar tus principios

Recuerdo aquel día como si fuera ayer. Era otoño. El cielo gallego estaba cubierto de nubes suaves y el aire olía a tierra húmeda y leña. Iba en coche por una carretera secundaria, de esas que serpentean entre bosques y prados, y justo al tomar una curva cerrada me topé con un camión enorme, parado en el arcén. Al principio no entendí qué era. Solo escuché un chillido agudo, metálico, desesperado. Bajé la ventanilla y sentí cómo me apretaba el pecho.

Me acerqué. No sé por qué lo hice. Quizá fue el instinto. Quizá fue algo más.

Dentro del camión, en jaulas estrechas y oxidadas, había cerdos. Decenas. Apretados unos contra otros. Sus ojos estaban rojos, y algunos sangraban por las patas, otros se empujaban con ansiedad, y muchos simplemente miraban al frente. Fue entonces cuando uno de ellos —no sé cómo— me miró directamente. Tenía el hocico herido y los ojos… los ojos me atravesaron.

Chillaban. No era un sonido que se pueda ignorar. Era un grito de auxilio. Y, en ese momento, supe que ya no podía seguir viviendo como lo hacía. Aquel camión iba al matadero… y yo me sentí parte de la cadena que los llevaba allí.

Esa noche no cené. No pude. Me senté en la cama y lloré como una niña. No por compasión. Por culpa. Porque yo también había participado en su dolor durante años sin darme cuenta.

Y así comenzó todo.

 

Cuando ser guapa deja de tener sentido si haces daño a otros seres vivos

Hasta entonces, nunca me había planteado demasiado de dónde venían los productos que usaba. Me encantaba cuidarme, y lo hacía con mimo, como muchas de nosotras: cremas, sérums, exfoliantes, maquillajes, mascarillas… Siempre había asociado belleza con bienestar, con autoestima, con cariño hacia una misma.

Pero nunca con dolor.

Después de aquel día, empecé a mirar las etiquetas con otros ojos. Me sentía desconectada de todo lo que no estuviera en coherencia con lo que empezaba a ser yo. Empecé por la comida, claro. Dejé la carne. Dejé los lácteos. Y a los pocos meses, también los huevos. Fue un proceso lento, lleno de preguntas, de resistencia por parte de algunos, pero también de paz interior. De cada paso que daba, sentía que recuperaba un trocito de mí.

Y entonces miré mi estantería del baño. Toda mi “rutina de belleza” ya no me parecía tan limpia. No sabía si mi crema anti edad estaba testada en animales. Si mi gel de ducha tenía ingredientes derivados de ellos. Si mi desodorante llevaba aluminio. Y sobre todo: no sabía cómo había llegado a pensar que eso era cuidarme.

Belleza y Estética, empresa que comercializa productos de belleza ecológicos (y algunos veganos), me tranquilizaron un poco cuando acudí a ellos (entre otros) buscando consuelo y ayuda: “Muchos no saben que muchos productos son testados en animales, las personas cada vez están más concienciadas con la naturaleza y los animales. Por eso, cada vez más empresas como la nuestra va implementando productos veganos y ecológicos a sus catálogos: para que puedas estar guapa sin comprometer tus principios”.

 

Es incómodo cambiar algo cuando, antes, aparentemente funcionaba

He de confesar que al principio me dio pereza. Mi champú habitual olía como los cielos de mi infancia, y mis cremas prometían resultados visibles en pocas semanas. Pero cuando empiezas a despertar, ya no hay forma de cerrar los ojos.

Me sentía incómoda usándolos. Como si mi cuerpo se negara. Y no por alergias, sino por principios. Era como si supiera que algo no estaba bien. Y tuve que hacerme la pregunta incómoda: ¿prefiero seguir usando algo que me gusta si sé que conlleva sufrimiento?

La respuesta me dolió, pero me empujó. No quería más contradicciones. Quería ser alguien que viviera en coherencia, aunque eso significara cambiar mis marcas favoritas, salir de mi zona de confort y probar cosas nuevas.

 

Al final, encontré lo que tanto buscaba

Las marcas convencionales están por todas partes, pero cuando quieres hacer las cosas bien —cuando quieres estar guapa sin traicionar tus principios— te das cuenta de que el camino es distinto. Y más lento, pero también más honesto.

Descubrí pequeñas marcas artesanales. Algunas de Galicia, otras de Andalucía, otras extranjeras. Empecé a probar jabones hechos a mano, sin químicos agresivos, con aceites esenciales naturales. Comencé a usar desodorantes en barra con bicarbonato y manteca de karité. Cambié mi champú por uno sólido, envuelto en papel reciclado, sin sulfatos ni siliconas.

Y lo más importante: comencé a informarme. Aprendí a leer etiquetas, a identificar ingredientes dañinos tanto para mi cuerpo como para el planeta. Y con cada producto que sustituía, algo dentro de mí se alineaba.

Era como si, por fin, estuviera habitando un cuerpo que reflejaba de verdad lo que sentía.

 

Mi nueva rutina de belleza

Por la mañana, me despierto y me lavo la cara con un jabón suave de arcilla blanca y lavanda. Me encanta cómo huele, cómo respira la piel después. Aplico un tónico casero que preparo yo misma con infusión de manzanilla y unas gotas de vinagre de manzana. Luego uso un sérum de aceite de jojoba con vitamina E que hidrata sin engrasar.

Mi crema facial es vegana, sin parabenos ni perfumes artificiales. Es ligera, pero deja la piel luminosa. A veces, si tengo tiempo, me doy un pequeño masaje facial con una piedra gua sha. Es un ritual. Me recuerda que mi piel no es una superficie que hay que tapar, sino un órgano que hay que cuidar.

Para el cuerpo, uso un aceite de almendras dulces mezclado con unas gotas de aceite esencial de naranja. Es mi momento favorito: después de la ducha, con la piel aún húmeda, lo extiendo lentamente. Me deja un aroma cálido, limpio, y me reconecta con el momento presente.

Mi desodorante es sólido, sin envase plástico. Y sí, funciona. Mucho mejor que los que usaba antes, que me llenaban de aluminio y residuos innecesarios.

Y cuando quiero maquillarme, uso una BB cream ecológica, un bálsamo labial con color y un rímel vegetal. No es una transformación exagerada. Es simplemente resaltar lo que ya soy, sin disfrazarme ni lastimar nada en el camino.

 

Cómo mejoró mi salud al cambiar mis cosméticos

Dejé de tener granitos en la barbilla. La piel de mis axilas, que antes se irritaba con facilidad, ahora está calmada, uniforme. Mis manos, que se resecaban cada invierno, ahora están suaves sin necesidad de cremas industriales.

Me di cuenta de algo esencial: muchos de los productos que compramos “para cuidar” nuestra piel, en realidad la intoxican. Llenamos nuestro cuerpo de perfumes sintéticos, conservantes agresivos, alcoholes secantes, sin pensar que todo eso entra en nuestro sistema. La piel respira. Absorbe. Y lo que le damos, lo devuelve.

Ahora, cuando me miro al espejo, no solo veo a alguien que se cuida. Veo a alguien que respeta.

 

Ser guapa no debería costarle la vida a nadie

Me da rabia haber tardado tanto en verlo. Tantos años consumiendo productos de marcas que testan en animales. Que venden glamour y ocultan sufrimiento. Que llenan el planeta de envases que nunca se degradan.

Me da pena haber creído que necesitaba tantas cosas para ser “bella”.

Pero también me siento afortunada. Porque nunca es tarde para despertar. Y porque ahora, cada vez que uso un producto, sé que no estoy causando daño.

Ni a los animales, ni al planeta, ni a mi cuerpo.

 

Recomendaciones desde el corazón

Para quienes quieren empezar, lo primero es mirar tus productos actuales y empezar a investigar. Hay webs y apps que te ayudan a saber si un cosmético es vegano, cruelty-free o ecológico. Algunas de las que más me han ayudado son INCI Beauty y Think Dirty. Son herramientas útiles y muy reveladoras.

Busca marcas pequeñas. Artesanas. En ferias, en tiendas ecológicas, en redes sociales. Algunas que yo he probado y me han encantado son:

  • Una marca gallega de cosmética sólida que hace jabones de algas y aceites esenciales.
  • Un pequeño taller andaluz que prepara bálsamos labiales con ingredientes comestibles.
  • Una marca catalana que vende en envases de vidrio reciclable y tiene políticas cero residuos.

Lo importante no es la marca, sino la coherencia. Y eso se siente. En el olor. En la textura. En cómo te hace sentir.

 

Mi cuerpo ya no es un escaparate, es un templo

No me interesa parecer diez años más joven. Me interesa que mi piel respire, que mi mirada tenga paz, que mi presencia sea auténtica. Porque la verdadera belleza —lo he aprendido— no es la que se maquilla, es la que se siente.

Y cuando usas productos que no dañan a nadie, esa paz se nota. Irradias otra energía. Y eso, al final, es lo más guapo que puedes llevar.

 

Si tú también sientes que algo te llama, escúchalo

No necesitas un camión lleno de cerdos para despertarte. A veces basta con una conversación, un documental, una inquietud en el pecho.

Si alguna vez has sentido que tu forma de consumir no está alineada con lo que eres… empieza poco a poco. No tienes que cambiarlo todo de golpe. Pero cada cambio suma. Cada decisión cuenta.

Ser guapa sin traicionar tus principios no solo es posible. Es el único camino que, al menos para mí, tiene sentido ahora.

Y créeme: nada te hace más hermosa que la paz de saber que vives en coherencia.

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